El Señor viene, tiempo de adviento

Comienza el Año litúrgico, primer domingo de adviento. A ese Cristo Rey que celebrábamos el pasado domingo, lo esperamos lleno de gloria al final de los tiempos. La historia humana no está encerrada en sí misma, no es un eterno retorno sobre sí misma, como el burro de la noria, sino que está abierta a Jesucristo, centro y culmen de esa historia humana, que la lleva a plenitud. Caminamos al encuentro del Señor, que ya ha venido hace dos mil años para anticipar en su humanidad santísima ese término final en su gloriosa resurrección. Caminamos al encuentro del Señor, que a lo largo de este Año litúrgico iremos desgranando en cada uno de sus misterios.

El cristiano vive, por tanto, a la espera del Señor. Su destino no es la tumba, no vive encerrado en su vida terrena. Jesucristo ha roto las puertas del hades y ha abierto de par en par las puertas del cielo. Esta situación, la de nuestra vida presente, tiene salida. O mejor, tiene “sacada”, porque no salimos por nuestro propio impulso, sino que somos sacados por la potente fuerza aspiradora de la gracia.

Comenzamos el Año litúrgico con este horizonte abierto. No nos asfixian los problemas presentes, sino que tomamos aire a fondo sabiendo que el Señor está cerca, viene a nuestro encuentro, viene a salvarnos. Para cada uno de nosotros ese encuentro se producirá definitivamente al terminar su existencia terrena, para toda la humanidad se producirá al final de la historia. En un caso y en otro, la meta es Jesucristo que nos espera para un abrazo eterno, que nos llenará de gozo para siempre. No dejemos de pensar continuamente en el cielo, es la mejor manera de afrontar con fortaleza los problemas de la tierra. El pensamiento del cielo no nos enajena, sino que nos compromete seriamente a transformar este mundo con la presencia de Dios, el único que puede salvarnos.

El tiempo de adviento, más breve este año, nos prepara para la Navidad. El nacimiento en la carne del Hijo de Dios. Volveremos a vivir la ternura de un Niño que viene a salvarnos, que es Dios como su Padre y se ha hecho hombre como nosotros: nuestro Señor Jesucristo. Y junto a él siempre está su Madre, desde el comienzo hasta el final. Ella le ha traído a este mundo como madre, ella le acompañará en su ofrenda definitiva junto a la Cruz. Ella acompaña a la Iglesia, la comunidad de su Hijo, hasta el encuentro definitivo con él.

Una de las primeras fiestas del año es la Inmaculada, el 8 diciembre. Fiesta de pureza, de hermosura, de plenitud de gracia. Como María. Ella fue librada de toda sombra de pecado, su corazón fue un sí sostenido y permanente a Dios y a su plan redentor. Qué hermosa eres María, en ti no hay mancha de pecado original, eres la llena de gracia. La más graciosa y hermosa de todas las criaturas. María es el primer fruto de la redención, es el primer fruto del adviento. Y lo es también para nosotros, pues Dios nos quiere parecidos a esta Madre amante. Para eso, nos pone a Jesús y nos da su Espíritu Santo.

Recorramos el tiempo de adviento, tiempo de esperanza, con actitud penitencial. Como el que hace balance del año anterior y ajusta su vida reorientándola hacia Dios en el año venidero. No estamos siempre en el mismo punto, sino que Dios nos va atrayendo cada vez más hacia él, si no le ponemos obstáculo. Cesen tantas esperanzas fatuas, y se fortalezca la verdadera esperanza, la que pone en Dios su fundamento. No nos dejemos arrastrar por el consumismo “navideño”, que no tiene que ver nada con Jesús. Sino preparemos nuestro corazón para acoger al que viene a salvarnos y nos enseña a ser solidarios de quienes nos necesitan.

 

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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