“Cuando soy débil, entonces soy fuerte”, dice san Pablo

El apóstol Pablo se llevó varios desencantos a lo largo de su vida. Se ve que era un hombre fogoso, enérgico, apasionado. Tenía ganas de comerse el mundo, primero persiguiendo a los cristianos, luego predicando a Cristo, cuando éste le derribó del caballo. Ya en este revés –la caída del caballo en el camino de Damasco- aprendió mucho, porque se dio cuenta de que la vida no es lo que uno se propone, por muchas energías que tenga o muchos propósitos que haga. Es Dios el que lleva los hilos de la historia, y cuanto antes aprendamos a vivir sincronizados con su voluntad, mejor para nosotros y para los demás.

Pero cuando se puso a predicar a Jesucristo al llegar al Areópago de Atenas, puso en juego todas sus habilidades oratorias, todos sus argumentos de diálogo, todo su poder persuasivo para transmitir algo de lo que él estaba decididamente convencido. “Al hablar de resurrección de los muertos, le dijeron: De eso te oiremos hablar otro día. Y le dejaron solo”. Este revés fue decisivo en su vida apostólica, ya siendo cristiano. Se dio cuenta que en la evangelización no se convence al otro a base de argumentos ni de presiones, sino que ha de ser la gracia de Dios la que entre en el corazón del otro y lo cambie. Nuestra colaboración consiste en ser testigos con nuestra vida y con nuestras palabras de lo que hemos vivido y recibido. Llegar al corazón del otro y mucho más cambiar su corazón, es cosa propia de Dios. No se trata de un marketing ni de una publicidad, se trata de confiar en la gracia de Dios y dejarle a Dios que actúe.

En la lectura de este domingo, nos habla de una experiencia más honda y de un revés continuado a lo largo de su vida: “Me han metido una espina en la carne, un ángel de Satanás que me apalea para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad” (2Co 12,8). No sabemos del todo a qué se refiere cuando habla de una “espina en la carne”. Podía ser alguna enfermedad, algún complejo, algún vicio difícil de erradicar. No sabemos. En todo caso, era algo que le molestaba, le humillaba, le tenía como derrotado. Y por eso, acude a la gracia de Dios, a la petición humilde de la gracia para superar esa espina.

La respuesta por parte del Señor es clara. No le da su gracia para eliminar el obstáculo, sino para soportarlo con humildad. Dios no nos quiere superhombres, quiere que confiemos en su gracia y nos fiemos de su amor. Y aquí el apóstol nos da una gran lección: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”.

San Pablo resume de esta manera la paradoja más profunda de la vida cristiana. Lo que parece una contrariedad, se convierte en una oportunidad de crecimiento, una oportunidad para la humildad, una oportunidad para confiar en el amor de Dios. Hasta la situación más cerrada, tiene apertura cuando uno confía humildemente en la gracia de Dios. Oí muchas veces a un gran maestro de vida espiritual que las situaciones más desesperadas de nuestra vida no tienen “salida”, tienen “sacada”. Es decir, cuando vivimos situaciones en las que nuestras fuerzas llegan al límite y ya no podemos más, es entonces cuando sólo Dios puede actuar y acontece un vuelco inesperado, que orienta nuestra vida en otra dirección. La situación extrema en este sentido es la muerte. De la muerte no hay salida, es decir, no salimos por nosotros mismos, sino que somos sacados por Cristo resucitado.

Y parecidas situaciones, sin ser tan extremas, se producen continuamente en nuestra vida. Ante ellas, san Pablo nos dice: “cuando soy débil, entonces soy fuerte”. Es decir, en la providencia de Dios, que conduce para nuestro bien los hilos de la historia, situaciones límite son ocasión de renovada confianza, situaciones desesperadas son ocasión de mayor confianza, situaciones de debilidad son ocasión de una fortaleza que no es nuestra, sino que viene de Dios.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

 

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