Antonio Perfecto Fernández Aparicio

Sacerdote (Pozoblanco, Córdoba, 18 abril 1878 - Puertollano, Ciudad Real, 18 agosto 1936, 58 años)

Por Miguel Varona Villar, director del Secretariado diocesano para las Causas de los Santos

Hijo de José Fernández Dueñas (veterinario en una zona agrícola y ganadera) y María Aparicio Cabrera, fue bautizado dos días después de nacer en la Parroquia de Santa Catalina de Pozoblanco. El 9 de abril de 1895 recibió el Sacramento de la Confirmación en esta misma parroquia, de manos de Mons. Sebastián Herrero y Espinosa de los Monteros.

Sus primeros estudios los realizó en su localidad natal, manifestando cierta inclinación y gusto por ellos. Gracias al informe de su maestro, le enviaron al Instituto Provincial de Córdoba para que cursara estudios superiores, pero sólo hizo el primer año, pues decidió a ingresar en el Seminario de San Pelagio de Córdoba a la edad de 16 años. Su madre, que hizo el discernimiento de su vocación, escribió la pertinente solicitud, indicando que “se le descubre mucha inclinación a la carrera eclesiástica”. No hizo falta informe alguno del párroco. También añadió su madre un certificado de que “no posee capital ni renta”.

Ingresó en el curso 1893-1894, culminando sus estudios en el 1902-1903 con notas de sobresaliente. Recibió el presbiterado el 19 de diciembre de 1903, con 25 años. Esperando destino, quedó adscrito a la Parroquia de Santa Catalina de su villa natal. En 1905 fue destinado a la Parroquia de Villanueva del Rey como coadjutor. De allí pasó, como cura ecónomo, a la Parroquia de Santa Ana de Conquista, cargo que desempeñará de 1908 a 1910. Después de dos destinos más, en Villanueva de Córdoba como coadjutor (1910-1913) y en Dos Torres como cura regente, es destinado en 1918 a la Parroquia de Santa Catalina de Pozoblanco, como coadjutor primero; el segundo era don José Castro Díaz (que también será mártir).

En Santa Catalina ejercerá su labor como pastor los últimos 18 años de su vida. Allí colabora con el beato mártir don Antonio María Rodríguez Blanco, párroco y arcipreste. La pastoral sacramental ocupó mucho de su tiempo; casi 200 personas acudían a la comunión a diario, y él las atendía cada mañana en turnos de quince minutos. Sirvió fielmente en el confesionario, y los entierros y bautizos los compartía con el otro coadjutor. A todo esto se añadían los muchos actos de las cofradías y las devociones que se celebran en la parroquia y en las ermitas de la feligresía. Siempre estaba disponible en la sacristía parroquial, brillando en un servicio humilde, pero laborioso, sin protagonismo alguno en las grandes celebraciones parroquiales.

Como el párroco lo ve celoso en el ejercicio de su ministerio, propone al Obispado que se le nombre consiliario de la Acción Católica, ya que es “el que mejor se entiende con los jóvenes”; en su nombramiento se espera “de su actividad y celo trabaje con toda ahínco por la prosperidad de dicha asociación”. Y fue nombrado el 30 de septiembre de 1921.

Fue uno de los muchos sacerdotes de Córdoba que asistió al Congreso Mariano Hispanoamericano de Sevilla (1929).

Pozoblanco quedó bajo en control de la Guardia Civil desde el 18 de julio de 1936. Y ya han sido narrados los sucesos de Pozoblanco a partir del 15 de agosto de 1936. Don Antonio como prevención abandonó su casa primero, y fue a ocultarse a casa de una sobrina, donde permaneció tres días escondido. Comprendiendo el peligro en el que se encontraba, decidió marcharse del pueblo, “a pesar de los ruegos e insistencias de sus hermanas y sobrina y hasta del jefe de estación, que desconfiaba del destino del tren que iba a tomar”. Era el 18 de agosto cuando tomó un tren para Puertollano (Ciudad Real): allí vivía su hermano. Su intención era dirigirse a Tomelloso (Ciudad Real), donde tenía un pariente lejano. Al bajar del tren en la estación de Puertollano, una mujer lo reconoció, aunque iba vestido de paisano, y gritó: “Este es don Antonio, un cura de mi pueblo, de Pozoblanco”.

Entre los insultos de la chusma, don Antonio fue conducido al Comité Popular. Su hermano quiso librarlo de la acusación ocultando su condición de sacerdote, pero don Antonio, antes las diversas preguntas del Comité, confesó abiertamente: “Soy sacerdote, soy capellán de la Virgen de Luna”.

No fue necesaria otra acusación. Fue conducido inmediatamente al Cementerio de Puertollano. Allí, ante una fosa, don Antonio se hincó de rodillas para recibir la muerte en actitud orante. “Levántate, que los hombres mueren de pie”, fue la orden tajante que recibió. Se puso en pie y gritó: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Luna!”. Recibió una ráfaga de tiros que lo abatió. Parece ser que no murió inmediatamente y, durante la noche, alguien oyó los gritos y los quejidos del moribundo. A la mañana siguiente, todo estaba en silencio.

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